Publicado originalmente en la Revista Soho Perú
Si existe algo que hemos heredado los que nacimos antes del
fin de la era analógica debe ser la resistencia. Resistencia no como negación,
sino como aguante. Si algo hemos perdido, probablemente sea la resolución de
nuestras huellas digitales. Las máquinas con las que hemos crecido siempre
demandaron vigor. Para escribir a máquina tenías que presionar cada tecla con
firmeza. Si querías hacer una fotografía, correr el carrete, apretar el
disparador, hacer foco manual siempre. Si querías escuchar o grabar música: un
botón para abrir en cámara lenta la pequeña puerta que daba acceso al casete
en la radiograbadora, otro botón para reproducir la cinta, otro para detenerla,
otro para rebobinarla y así sucesivamente. Botones recios de máquinas pesadas y
duras si es que las comparamos, por ejemplo, con las laptops o los mp3 (que de
hecho resulta ahora un referente algo antiguo).
En casa teníamos todos estos objetos: máquina de escribir,
calculadora científica, VHS, tornamesa y obviamente, la infaltable
radiograbadora. Y dado que provengo de una familia con cierta tendencia
melómana, nuestra fonoteca era pintoresca y voluminosa.
Apilados por orden alfabético en el estante musical de mi
casa, de pastas coloridas y escritas a mano alzada con algún lapicero Novo, los
cassettes fueron quizá mis primeros libros. Objetos del polvo y la nostalgia, ‘escritos’
a golpe de apretar los botones ‘play’ y ‘rec’ al mismo tiempo, herramienta de
registro de mi pronta pubertad. La música almacenada en aquellas cajas de
plástico duro -cuya cinta electromagnética podía resistir de forma heroica la
rebobinada manual, el parche con cinta adhesiva, el re-re-regrabado, los nudos
y cuanta cosa pasara por la mente de una niña- formó parte importante de mi
educación sentimental. Bolero, rock, chicha, cumbia, vallenato, punk y tantos
otros géneros que incidieron en mi personalidad múltiple (según la ciencia),
que yo prefiero llamar ‘ecléctica’. Todos los detalles que rodeaban el objeto
del casete fueron tan importantes como el casete en sí, sin embargo, la
posibilidad que te brindaba el librillo plegado era lo que más disfrutaba de
aquel objeto. Un acordeón de papel que generalmente contenía las letras de las
canciones que traían los lados A y B de la cinta. Al ser yo una fanática de los
mixtapes, una DJ frustrada si se quiere, encontraba en la creación de ese
librillo gran algarabía. Era el complemento perfecto para la labor de collage
que implicaba crear el soundtrack de tu vida.
En el mercado de mi barrio habían muchos puestos donde se
podía encontrar la música de moda en ediciones pirata. Para música más ‘caleta’
tenía que transitar los pasadizos de Galerías Brasil, uno de los pocos sitios
donde encontrabas rock nacional y que aún sobrevive, entre fotocopiadoras y
antros de videojuegos. Los casetes fueron la caja de bombones de mi
adolescencia. Siempre me parecerá un gesto más romántico que un chico te
obsequie un casete con canciones escogidas y grabadas una a una para ti, a
que copie y pegue un link de YouTube o Spotify en tu muro de Facebook. Mi
primer amor me obsequió uno de Lucybell; el segundo, uno de The Beatles; el
tercero me pasó un enlace donde podía descargar música gratis.
Para una navidad me regalaron mi primer walkman. Era
amarillo y pesado y yo andaba de arriba a abajo con él. Era decisivo elegir el
cassette que me acompañaría durante el día, ya que resultaba aparatoso salir
con más de uno a caminar por las calles de Lima. La textura del sonido llegaba
ahora directamente a mis oídos, sin ruidos ni distracciones, casi si hasta podía
percibir al cantante pasando saliva en mi tímpano derecho. Por culpa del
walkman –más bien, por culpa de mi inconsciencia- he estado al borde de más de
un atropello en la vía pública y sufrido la puteada de al menos una docena de
choferes histéricos.
Para cuando entré al cuarto de secundaria el compact disc ya
había empezado el proceso de destierro de los nobles casetes. Lo mismo que el
discman con el walkman. Luego vino el mp3 y el Ipod y luego ya no me interesó
tanto los aparatos para reproducir y hacer portátil la música. Todo estaba en
Internet.
Aún conservo muchos de los casetes de mis padres, algunos
nunca devueltos a mis amigos, algunos como documentos de amor, incluso
grabaciones caseras de lo que era un programa radial que improvisábamos con
unas primas, encerradas en mi habitación. Guardo mi voz de los trece años en
esa cinta. No ha cambiado tanto.
k.v.c.
k.v.c.